¿Realismo funk?
Remota en el espacio pero cercana gracias
al milagro de Internet, Valeria, compañera de letras y buena conocedora de la
literatura, destacó en cierta ocasión —con ese admirable salero andaluz que la
caracteriza— el tono atractivo, accesible y dinámico de mi escritura.
Agradecido, le contesté que no estaba lo bastante satisfecho y que pretendía
darle una vuelta de tuerca más; a fin de cuentas, botar el ancla de la
conformidad impide descubrir islotes alternativos, acaso de relevancia. El
propósito era cincelar bajorrelieves de palabras que trascendieran la base del
papel para afianzarse en la imaginería profunda del lector. «¡Casi ná, mi arma!». Afán este el de muchos novelistas, repleta de intriga,
preguntó si ocultaba alguna fórmula milagrosa. Hacía tiempo que barajaba la
idea de situar una historia en Estados Unidos durante la década de los setenta,
pues aparte del propio entusiasmo por la música y estética del periodo, el
marco favorece la introducción de varios elementos de interés social. En plenas
maquinaciones, inferí que el mejor modo de transmitir la efervescencia del
momento y el lugar sería inspirándome en uno de sus máximos exponentes: el funk. «¡Ozú, qué apañaico!
—exclamó ella—. ¡Cuenta, quillo,
cuenta!».
A semejanza de todo cuanto elevamos a la
condición de excelso, el género de referencia alberga dos facetas integrales.
Una, la forma, que corresponde al ritmo, armonía e instrumentos: poderosos grooves a palo seco, vibrantes y audaces
o sensuales y juguetones, te electrocutan con esa deliciosa corriente que cala
hasta la médula del hueso. Entre muletillas, crujidos y estrépitos de bajos,
baterías, teclados y guitarras, acude puntualmente la clásica sección de
metales, cuyos hits atienden ora a
exuberancias, clamores y alaridos, ora a desplomes, lamentos o sollozos de
voces pletóricas donde las haya. A la postre, un coro de radiante brillantez
aporta el condimento perfecto a la explosiva receta. Cabe incluir también el
perfil ligado al estilo: los músicos calzan plataformas o botas largas, exhiben
camisas, monos y faldas de colores atrevidos, pantalones de campana,
complementos tales como gafas de sol estrafalarias, cinturones anchos,
bisutería exorbitante, y para aquellos que el volumen del peinado afro se lo
permite, desde sombreros de ala ancha a chapelas, gorros, boinas... A tal
despilfarro africanista le siguen puestas en escena distintivas, teatrales,
intrépidas; a menudo encapotadas de humor o carga erótica.
El segundo aspecto, más heterogéneo, lo
constituye el fondo: fenómeno cien por cien made
in North Afroamerica, este hijo de tantos padres irradia festejo, libertad
y protesta. Letras y actitudes combinan la rebeldía de los humildes junto a la
extravagancia e imaginación del visionario; el funk toma distancia de las iglesias, que hasta la fecha constituían
el centro neurálgico del colectivo, y sitúa la mirada en el «individuo
cósmico». Rechaza aplicar fórmulas comerciales porque le encanta sentarse a la
mesa de los mayores: prende de la fuente del soul, pica del plato del blues,
bebe del jazz, comparte el pan con el
rock o los ritmos latinos; es un
omnívoro voraz. Tras la comilona, descarado, regurgita oro. Levanta el pandero
del asiento, se sacude los ademanes acartonados de las solapas y echa a andar. Poco le preocupa su apariencia
tosca. Disfruta de ambientes escabrosos, del sexo, del poder, de la fuerza;
¡raza, ritmo, agitación y juerga! ¡Tu piel oscura: el mayor privilegio!
Este prodigio estremecía las calles de
los guetos que pisaba. ¿Estarse quieto? ¡Jamás! Ocupó radios, tocadiscos,
emisiones televisivas, bendijo el cine blaxploitation,
y aun caló en la audiencia de menos pigmento. La huella que ha estampado en el
folclore estadounidense no solo impregna el imaginario histórico, sino que
abordar la década sin considerarlo equivaldría a visitar la capilla Sixtina a
ojos ciegos.
Valeria se rasgaba las vestiduras
cavilando la manera de transferir semejante batiburrillo a la escritura.
«¡Relájate —le sugerí— y te expongo el plan!». Según la RAE, el término
«eufonía» refiere a la «sonoridad agradable que resulta de la acertada combinación
de los elementos acústicos de las palabras». ¡Más simple que añadir azúcar al
café!: lo que el ritmo pegadizo invita a moverse, en el ámbito literario
«engancha». Esto requiere pulcritud a la hora de componer el fraseo: la
cadencia justa surgirá de vigilar tanto la oración precedente como la
consecutiva, en busca del flujo y equilibrio que necesita un párrafo. Además,
el uso de modismos, onomatopeyas, lenguaje colorido, argot, dichos o refranes
proyecta «afinidad», siempre bienvenida durante el bailoteo. Y, por supuesto,
una puntuación precisa debe establecer el compás idóneo a la silenciosa
melodía. Ya dentro del plano narrativo, balancear con eficacia relato,
descripción y diálogo hará que la cosa zumbe potente potente. Releer,
replantear o el tanteo son claves importantes del proceso: «Aunque es percibido
como suelto, libre y fluido, lo cierto es que el funk es tan rígido como cualquier motor de corriente continua»,
dijo Peter Shapiro (2011: 139), promotor musical.
En la pantalla apareció «¡Todo lo
contrario a Vladimir Nabokov, pisha!»
al lado de una carita sonriente (días atrás comentaba en un blog que las
numerosas acotaciones, paréntesis reiterados y digresiones kilométricas de su
obra la abruman). «Me queda claro cómo transliterar la "forma" del funk —seguía—. No obstante, ¿y la
esencia?, ¿el espíritu?». Respondí a eso con el siguiente leitmotiv: «visión imaginativa de la cotidianidad». Y de cara a
ilustrarlo, cité el realismo mágico, surrealismo, la novela psicológica,
también el experimentalismo (tendencia de vanguardia del siglo XX que explora
nuevos conceptos y representaciones del mundo); corrientes afines a mi
objetivo, de las cuales sacaría buen provecho. Elaborar metáforas, símiles,
prosopopeyas y analogías impactantes; incluir contexto histórico; dibujar
bocetos concisos pero eficaces; introducir discordancias significativas en la
trama; crear personajes extravagantes y adentrarse en sus historias; tejer
diálogos auténticos, naturales; aparte del uso frecuente del humor y la ironía,
forman el sostén que expresará a las mil maravillas el género que pretendo
emular. Wah-wah, chorus, flanger, reverb, ecualizador, etcétera; la
retórica actúa a manera de los efectos utilizados en la producción musical.
Añaden matiz y viveza a riffs, hooks, puentes, solos... Sin embargo,
nada suena «completo» si las florituras sustituyen aquello que de veras
importa; lo ameno requiere hondura y autenticidad.
La red arrojaba chispas músico-literarias
por doquier, y en algún instante surgió la denominación «realismo funk» (risas). El caso es que nada más
terminar la charla, me puse manos a la obra. Eran las tantas de una noche de
agosto. Sudaban incluso las uñas del bochorno que hacía. Subí el ventilador a
máxima potencia, llené la taza de café, y a teclear se ha dicho.
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